Nunca llega tarde

Resumen: Un viejo hombre sostiene una conversación con su amigo, cuando el tiempo ya ha llegado.
Palabras: Nostalgia, muerte, amor homosexual, cuento.

Nunca llega tarde

—¿Quién lo diría?

Pasea el cigarrillo sobre sus labios, tras mirarlo, como si fuera alguna clase de novedad. Es el mismo amigo que lo ha acompañado desde sus dieciséis, más fiel que su ex esposa, ya que sin importar cuantas veces lo consumiera podía encontrarlo de nuevo. En otra caja, en otro tubo.

Absorbe y suelta al aire nuevas figuras grises. Las mira como se contemplan a las nubes desde el pasto, cuando se es niño y se juega con la imaginación. Ellas danzan en el aire y se retuercen, como sus intestinos en ese momento. Sólo que es más fácil ignorarlo a ellos.

—Aquí estamos. Tú y yo, mirando la nostalgia a los ojos y riéndonos de nuestra consecuencias; fingiendo que el tiempo no es dios y que el futuro es mentira. ¿Cuántos años ya, Federico? ¿Uno? ¿Dos?

Sonríe y suspira. Saborea la nicotina entre sus labios y un poco de café que se quedó atorado entre sus bigotes. Estuvo agrio, piensa. Pesado, duro, como sus ojos. El café fue malo, sus ojos no. Sus ojos fueron la ventana de lo imposible y la sombra de lo innombrable.

Sabe que no ha sido ni uno, ni dos, ni cinco, ni nueve. El número tiene dos dígitos, dos dígitos que caen como un yunque en su espalda y le desgarra los huesos y le abre las costillas.

Dos dígitos, que fácil es hacerse número. Que facil es resumirlo todo en ellos. Sólo diez símbolos, que dan nombre a todo. 

Respira y jala aire, nicotina, veneno, sal, café, ausencia. Suelta y no es libre de nada.

—Hace días estuve pensando… Ya sabes, yo siempre me la paso pensando en cosas absurdas, en vulgaridades, en y sí insolucionables. —Mueve las manos al aire y se explica. Sonríe con aire viejo y seduce las memorias—. Pensaba en que, de jóvenes, fuímos unos imbéciles. Tú, todo perfumado, conquistabas más chicas de las que yo con mis faenas. Te envidiaba, ¿sabes? Te envidiaba. Porque siempre olías a bueno, así cocinaras, así sudaras, así no te bañaras por días; siempre olías a bueno. A perfecto. A perfección.  

Apaga el cigarro aplastandolo con la suela de sus mocasines. Sus ojos se quedan perdidos en las cenizas y el brillo opaco del cuero, en el espacio entre sus pies y el color de la madera que yace bajo ellos. Vuelve a saborear en su boca el tequila de la tarde y el ron de la mañana, también el vodka de la otra noche y el jugo de mora del mediodía. Está todo allí, aglomerado en un montón de sin sentidos para explicar por qué están allí; cuando veinticuatro es igual a cero y el ahora no sirve de nada.

—¡Ay Federico! Creo que estoy borracho. Más no de tequila, no, de ese sólo tomé un trago. Estoy borracho de recuerdos, de las veces que jugábamos, de los juguetes que nos peleamos, de las novias que nos quitamos. ¿Recuerdas? Pensé a veces, en las noches luego de que tu golpe palpitara como si tuviera vida propia, que era divertido. A veces lo pensaba y me sonreía. Así, como un idiota. Era divertido molestarte y provocarte rabietas. Saber que tenía algo de control y algo bueno. Es que siempre fuiste bueno, Federico, bueno para jugar e incluso para perder. Yo no… yo no sé perder. No, no sé resignarme.

Y no llueve, pero moja. Para su garganta, está la justificación de que el cigarro le ha raspado la voz. Para el nudo existe la obviedad y no hay que explicar nada, porque su estampa es la perfecta consumación de todos sus errores cayéndole como una oleada de meteoritos, abriéndole agujeros donde antes no habían, cráteres que nadie va a explorar.

Se siente viejo y está solo. El cigarro se ha consumido y la habitación está sola. Ve asientos desordenados y huele a todo y a nada. Huele a la conjunción de todos los aromas pero ninguno es el perfume que busca.

Eran dos dígitos, sumados a otros dos, que hacen dos dígitos aún más largos. Porque el tiempo es así, no se suma sino que se apila. Forma montañas y abren muros. Separan, oh, lo hacen. Y él lo sabe; Federico también y por eso lo acompaña allí a su lado en un silencio conocedor. Un silencio que no es raro, que es hasta analgésico. Porque Federico callaba y escuchaba, renegaba y le daba una palmada. Y él muchas veces quiso tener esa afabilidad con la que Federico enfrentaba una vida de sinsabores perfumado de sonrisas.

Apoya su codo en la madera y oculta su cabeza. Se tiene que cubrir de aquello que empapa aún sabiendo que está bajo un techo. Porque de esa lluvia, que él sólo imagina, no es posible escapar cuando se llueve dentro y cuando son los recuerdos los que mojan las ventanas. Sorbe, aunque no recoge nada. Gimotea y nadie le escucha. Federico puede estar a su lado, pero el tiempo ha levantado demasiados números y es imposible llegar a él.

—No, no es que me arrepienta, no. Eso es de cobardes. Sabes que nunca he sido ese tipo de hombres, Federico. Soy de esos que se muerden la lengua y se paran entre sus heces. Que simplemente avanzan así tengan un muerto agarrado en el tobillo. Y eso tengo que hacer contigo, Federico. Eso mismo. Si me arrepiento, ¿qué significado tiene toda mi vida? Porque sé que una sola cosa que hubiera hecho distinta haría que mi vida fuera totalmente diferente y no, no quiero conocer a un yo, que no es yo y que está con un tú que sigue oliendo a bueno. No a esto… no a formón. No a soledad y huesos y cenizas.

Se ríe cuando piensa en la posibilidad, porque comprende que si se encontrara con ese yo querría matarlo. Sería tal su egoísmo, tal su despecho, que tomaría su cuello y lo apretaría hasta que los dedos se marquen en la piel arrugada y entonces, así, sin más, partirle la tráquea. Se vería morir a sí mismo simplemente porque no puede consentir que haya un yo más inteligente en otra línea de tiempo, en otra dimensión, en otro mundo, que tenga un Federico al que no haya dejado ir.

Y cuando lo hiciera, cuando ese yo que fue más inteligente que su yo, o al menos, menos imbécil que su yo, muriera; podría mirar a Federico, aquel Federico que no era su Federico, y seguramente haría lo mismo. Oh joder, sí, seguramente haría lo mismo. Lo miraría con el mismo desprecio, sentiría el mismo ardor en su garganta y recordaría como en aquella tarde, bajo un árbol de mango, recibía el único beso prohibido que lo llevaría al infierno y condenó una amistad que pudo ser perfecta.

¿Cuántos minutos tenía las horas de los días de veinticuatro años? ¿Cuántas murallas construyeron los segundos de semejante conteo?

Federico no lo sabe, porque ya no cuenta. Cerró los ojos cuando llegó la muerte y lo saludó con el golpe del hierro en su pecho, una noche común, de un día común. Y él tampoco lo sabe porque su tiempo ha dejado de contar desde la hora que recibió la noticia de su hija Angustina, diciéndole que su padrino había encontrado el descanso cuando intentó evitar que se llevaran sus pertenencias. Aquel al que no le habló por veinticuatro años.

Esas horas no cuentan, esos minutos no tienen significado, esos segundos no valen. Y todas las veces que pudo propiciar un saludo o responder a un perdón, quedaron diluidas entre los montones de tierra que, en el mañana que no quiere reconocer, cubrirán a Federico en un cementerio.

Él solo puede ahogarse en los segundos que se han convertido en agua, dentro la tumba que cavó hace años con su indiferencia. Porque el perdón tiene fecha de vencimiento y el tiempo nunca llega tarde.

 
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