Unas cuántas veces más

La primera vez que vio a Jairo fue a inicios del 2019. 

Como médico internista, Carlos gozaba de una apreciable reputación. Tenía el aprecio de los otros especialistas y del personal de enfermería, sus pacientes creían en su trabajo y agradecían su entrega. Por fuera su vida era ejemplar, pero él no lo estaba sintiendo así. Y estaba seguro de que para Mirella era igual: una molestia que arrastraba desde hacía meses.

En ese día pensó que su matrimonio de siete años no avanzaba a buen ritmo y la frialdad se sentía no solo en la cama, sino fuera de ella. En las horas que compartía en casa con su esposa, ambos parecían dos extraños. Sin embargo, su mayor preocupación era su hijo Esteban. Tenía tan solo cinco años y, para él, no lograría entender el motivo de la separación. ¿Condenarlo a una familia sin amor sería lo mejor para su hijo? Decidió retrasar su regreso a casa y salió del hospital dispuesto a caminar muchas cuadras, todas las necesarias para pensar.

El bar Sótano 303 de la redoma del centro de Bogotá era un lugar al que no visitaba desde que era un estudiante de medicina. Quedaba en la planta baja de un edificio de más de veinte pisos, algo escondido, pero con un ambiente perfecto para tomar y escuchar buena música de rock en español. Carlos se imaginó por un momento en una máquina del tiempo al entrar allí. A pesar de su ropa, que lo mostraba más como oficinista, se sintió de nuevo un jovencito con ideas locas y conquistas pasajeras de todo tipo.

—Dame una Poker —pidió la cerveza al tomar asiento en una de las mesas pequeñas del bar. El encargado asintió y le dejó en la mano un menú que incluía bebidas, cocteles y comida rápida.

Mientras escuchaba a un grupo de jóvenes ocupando el otro lado entre risas y diversión, Carlos decidió entretenerse con la carta, sin idea de qué pedir. Tomó con lentitud la primera cerveza, la segunda y la tercera, hasta que la hora de la tarde desapareció y la ciudad había oscurecido. Empezaba a hacer frío incluso dentro del bar, así que frotó sus manos para recoger calor.

—Disculpe, señor, ¿puedo sentarme aquí? 

Carlos vio la figura de un joven pidiendo un asiento en su mesa. Luego recorrió el bar con la mirada y notó que todos los demás puestos estaban ocupados. Sin más, dio su consentimiento. El chico de alborotado cabello castaño sonrió y se sentó de inmediato, acomodando su bolso mensajero en sus piernas. A juzgar por su aspecto desenfadado y la cercanía a la estación Universidades, adivinó que era un estudiante.

—Parece que hoy es un buen día para el bar —Carlos decidió hacer conversación, sin dejar de admirar la expansión en la oreja contraria. Repentinamente recordó su propio tatuaje en la espalda y en su pecho, productos de sus más locos años universitarios. 

—Oh sí, no pensé que encontraría a tanta gente hoy miércoles —dijo el chico al posar sus codos en la pequeña mesa—. Usted parece el espécimen raro de la noche.

—¿Yo? —Carlos rio.

—¡Claro! Es un adulto funcional. Por su ropa, sé que no es de los que vienen aquí.

—Lo fui, cuando estudiaba hace diez años.

—¡Oh, espero volver dentro de diez años y poder decir lo mismo! —El joven se señaló a sí mismo con una expresión de triunfo—. Hoy fue mi presentación de tesis. ¡Ya soy un ingeniero industrial!

—Deberíamos brindar por eso. Soy Carlos Andrade, internista del Hospital San Ignacio. 

—Soy Jairo, un recién graduado más.

Las botellas de cervezas se acumularon una contra otra en cuestión de un par de horas, pero Carlos no sintió demasiado el efecto del alcohol en su sangre. Estaba más embriagado por la voz de ese muchacho que llamaba a juventud y aventura, por la chispa de su personalidad y el brillo de su sonrisa grande atropellándolo cada vez que sonreía. Por cada cerveza que Jairo bebía, se alborotaba más el cabello de su cabeza, el que empezó a hacerse un remolino de rulos caprichosos que cubrían su frente. Carlos rio con cada una de sus ocurrencias mientras veía el tatuaje que se adivinaba en el pecho de Jairo y sobresalía por el cuello Y de la franela blanca.  

Súbitamente, se encendió una llama calentándole en la sangre y Carlos comenzó a destinar miradas traviesas hacia su joven acompañante. El anillo de oro que estaba en su dedo izquierdo no tuvo peso alguno, su presencia era tan vacía como el amor en su propia cama. Los ojos marrones de Jairo brillaban más. Sus cejas despeinadas y frondosas, su nariz grande y arrogante, el mentón y la ligera sombra de barba, todo eso pesaba más que el compromiso que lo tenía amarrado a casa. 

Pensó que nada perdería al coquetearle deliberadamente en ese momento fugaz. Carlos se observó en el reflejo del vidrio y decidió que podría intentarlo. Tenía por costumbre ir al gimnasio, así que se mantenía en forma. No gozaba de vicios, se alimentaba bien y sus treinta y cuatro años habían desterrado todo rasgo aniñado que quedara en su rostro. Una frondosa barba negra cubría parte de sus mejillas y su boca, y frotándola dirigió la atención al chico que seguía frente a él, dispuesto a dar el primer paso frontal.

—¿Está casado, don Carlos? —Fue Jairo quien inició el atentado al mover el pie entre sus pantorrillas. El calor estalló en una lluvia de llamaradas por su espalda.

—Pensando en divorciarme.

Jairo levantó una ceja copiosamente. 

—Vaya, vaya… ¿necesita un empujoncito?

—¿Me lo darías?

La sonrisa en aquel rostro de picardía fue la respuesta que necesitaba.

Sin dudarlo, Carlos pagó la cuenta. Recogió el maletín que tenía a su lado y siguió la figura alta del chico que había cazado en una noche cualquiera. La idea de ser infiel siquiera tuvo espacio en su mente, solo posó sus ojos en la espalda de Jairo, en su cabello moviéndose alborotado por el viento nocturno de Bogotá y la invitación que bailaba en el aire y se hacía más real con cada paso. Le siguió embelesado hasta el motel que quedaba a unos pasos cerca. 

—Tengo protección. —Jairo sacó un par de condones de su bolso mensajero mientras avanzaba las escaleras que lo llevarían a la habitación.

¿Cómo no lo había pensado?  ¿Tan fuera de forma estaba en el arte de ligar? Carlos rio.

—Pensabas ligar con alguien hoy.

—Exacto —Jairo admitió sin vergüenza—. Después de meses de abstinencia, tenía que vengarme esta vez.

—¿No has tenido sexo? Perdona mi incredulidad.

—Trabajando en un Call Center y estudiando, ¿de dónde carajos sacaba tiempo?

Carlos soltó una carcajada.

—Lo primero que debes hacer como adulto responsable es sacar tiempo para el sexo.

—Ilústrame, doctor.

Apenas la puerta de la habitación fue cerrada y el tiempo comprado corría sobre ellos, Carlos hizo el primer movimiento. Dejó caer su maletín al suelo y atrapó al muchacho contra la pared para besar esa boca altanera que tanto le había gustado esa noche. Jairo le sacó la camisa del pantalón para meter las manos bajo la tela. Sus besos apasionados dieron el inicio a unas horas de fuego atormentado contra la pared y la cama. 

Los labios de Jairo sabían a cerveza. Pronto dejaron de ser fríos por el clima para volverse rojos y candorosos a su tacto. Carlos aprovechó un momento para quitarle la franela por encima de su cabeza, alborotando aún más sus rizos castaños. Sin tregua, atacó el cuello del jovencito que empezó a disfrutar aún más de sus atenciones mientras le apretaba con gusto la espalda. Se dieron el tiempo de reconocerse mientras se degustaban:  Carlos admiró el tatuaje sobre el pecho de Jairo conforme bajaba a besos hasta su ombligo: era una culebra enroscada en un cráneo encendido, justo sobre su corazón, que asomaba su cabeza sobre el cuello. Deshizo el cinturón y abrió la cremallera. El aroma a sexo invadió sus fosas nasales y, al levantar la mirada, notó en Jairo la súplica por hacerlo ya. 

Eso hizo. Le dio un oral del que juró se acordaría toda su vida.

Tras hacerlo tocar las nuevas notas altas, Carlos apartó el condón usado y contempló la deliciosa estampa de un Jairo tembloroso, satisfecho, con su piel enrojecida por el placer y el morbo. Lo vio por unos segundos más antes de apartarse y arrojar el condón envuelto en papel en el basurero. Al regresar, observó a su improvisado amante recuperando el aliento. Con un toque de condescendencia en su rostro, se desnudó.

—Espero que esto no sea todo. Será decepcionante.

—Dame unos minutos y te haré tragar las palabras. 

Jairo le guiñó el ojo para quitarle la amenaza a su promesa, pero Carlos le arrojó su camisa sudada encima. Al bajar su pantalón junto con la ropa interior, mostró lo ansioso que estaba de que le hiciera tragar cada palabra de su boca. Los ojos marrones del chico disfrutaron de la imagen del sexo endurecido apuntando hacia él. 

Sin más, Carlos se subió a la cama y acomodó las almohadas delgadas contra el espaldar para al menos tener algo de comodidad al acostarse. Con sus piernas abiertas, esperó por Jairo y su fantástica invitación. El chico de ojos vivaces se gateó sobre él como un felino y con ello auguró una noche fantástica. Lo primero que hizo fue besar su tatuaje de Asclepio en el corazón.

—Prepárame —demandó Carlos, sujetando los rulos castaños que sobresalían de la nuca de Jairo.

Hubo un beso largo, eléctrico, hasta que ambos soltaron los labios del otro con un chasquido en medio.

—Bien. Voltéate, doctor. Te voy a inyectar.

Dos horas fueron las pactadas. Tras el placer del sexo y la excelente química que sintió en la cama con Jairo, Carlos hasta pensó que debería alargarlo de alguna forma. La decisión sobre su vida se presentó mucho más clara tras el segundo orgasmo, y mientras volvía a aquella cama después de volar por el espacio, estuvo seguro de que también le gustaría repetir esa noche unas cuantas veces más. 

Sin embargo, fue Jairo quien salió de la cama y se metió a la ducha. Minutos después, volvió a colocarse la misma ropa que trajo, sin ninguna ceremonia. Carlos se sentó en la cama aún desnudo, oliendo a sexo y a Jairo, en una mezcla que le hubiera agradado mantener más.

—Debo irme —dijo Jairo tras ver la hora—. Si no me apuro, me cerrarán la estación del transmi. 

A sabiendas que no existía compromiso alguno, Carlos controló el deseo de preguntarle más de él, de pedirle su número de teléfono y permanecer en contacto. Cuando el chico abandonó la habitación, se puso de pie y miró la cama desordenada, recogiendo los vestigios del desfogue que necesitaba y el empujón que estaba buscando para determinar que ese matrimonio acabó. 

La segunda vez que vio a Carlos ocurrió un año después, en el más extraño que vivía en sus veintitrés años de vida. Jairo dejaba un pedido a domicilio en el hospital San Ignacio. No era la primera vez que llegaba al lugar, durante la pandemia hubo demasiados pedidos por la zona y era comprensible al reparar en la cantidad de familiares esperando por respuestas de sus seres queridos. Él estaba casi disfrazado en esa noche helada de Julio. Afortunadamente, había dejado de llover en Bogotá.

Tras dejar el encargo, Jairo se apuró para acomodar los guantes y prepararse para un nuevo pedido. Buscaría en la aplicación algún otro encargo que pudiera hacer antes de regresar a casa. Tuvo suficiente por ese día. 

Antes de encender su motocicleta, la imagen de un hombre llamó su atención. Salió de la zona de emergencia del hospital y bajaba los escalones apresurado, con una bata blanca ondeando en el viento frío mientras caminaba. Jairo le siguió con la mirada hasta verlo sentarse en la acera, bajo un árbol. Era un doctor.

Jairo pensó de inmediato en Carlos, porque al iniciar su trabajo como domiciliario en la pandemia, imaginó que podría verlo alguna vez saliendo del hospital. Recordaba que le había mencionado que trabajaba allí, pero tras entregar tantos pedidos por la zona, sin ver alguna vez a Carlos, Jairo comprendió que la casualidad sería demasiado fortuita y terminó por olvidar el asunto. 

Recordó el instante que salió de la habitación del motel con la sensación de querer volver y pedirle un número. También memoró la decisión que tomó en el pasillo: no hacerlo. El otro estaba casado, y aunque Carlos le hubiera dicho que estaba pensando en separarse, él creyó que serían demasiados problemas acercarse allí. Lo dejó ir y se fue. 

Volvió su atención al médico sin estar seguro de que fuera Carlos; sin embargo, era uno de los que estaban en primera línea, luchando contra ese virus con las pocas capacidades hospitalarias que poseían para tal número de víctimas. Y al verlo temblar desde la distancia, supuso que llegó ya a su límite. 

Jairo era fiel creyente de un ideal que su abuela le había inculcado desde pequeño: siempre se puede hacer feliz a una persona con una buena acción. ¿Qué podía darle él en ese momento? No tenía comida ni bebida alguna consigo. Solo una sonrisa, pero esa no podría ofrecérsela con un tapaboca cubriéndole el rostro.

—Ey —decidió acercarse. Dejó la moto detrás y anduvo con cuidado, manteniendo una distancia prudencial—. ¿Necesita algo, doctor?

Cuando el hombre separó el rostro de ambas manos, Jairo pudo identificar a Carlos por primera vez en mucho tiempo. Aun cuando su rostro estaba cubierto por un tapaboca, los ojos negros y pequeños de aquel hombre que conoció en el bar los recordó fácilmente. Tuvo un ligero estremecimiento al que adjudicó al frío de la noche húmeda. Cuando pensó que no encontraría a Carlos, justo aparecía frente a él.

A pesar de su propio reconocimiento, el médico pareció mirarle sin ningún tipo de emoción. 

—¿Carlos? —indagó Jairo, ahora más inseguro de acercarse. El aludido solo frunció su ceño. Sus ojos lucían rojos—. Eres Carlos, ¿no? ¿No te acuerdas de mí? ¡Soy Jairo!

—¿Qué haces aquí? 

Carlos no se movió de su lugar. Jairo tuvo el repentino deseo de rascar su cabeza y el casco de la motocicleta no se lo permitió.

—Pues, ya sabe, trabajando. 

—¿Eres domiciliario? 

Con el enorme logo de Domicilio.com, Jairo no tenía cómo ocultarlo. Sonrió con vergüenza.

—Pues sí. Estaba trabajando en una pequeña empresa de seguridad industrial, pero con esta cuarentena, pues…

—¿Estás tomando todas las previsiones?

—¡Ah, claro! Todas, todas. Llevo mi frasco de alcohol encima y, cuando llego a casa, mamá no me deja saludar a nadie hasta que me echo un baño completo. Como vivimos con la abuela, pues hay que cuidarse, ¿no?

—Sí… —Carlos bajó de nuevo la mirada. 

Inquieto, Jairo pensó en sí debía acercarse o no. 

—¿Está duro el día? —indagó.

—Una hijoputez como todos los otros días. 

Carlos se escuchaba cansado, con una voz un tanto ronca que Jairo no supo decir si era por el frío de afuera, por estar enfermo (quizás de la misma mierda que había en el ambiente) o fruto de haber llorado. Cualquiera sonaba mal.

—Estoy cansado. Solo quiero regresar a casa y olvidarme de toda esta mierda.

—Debe extrañar a su esposa.

—Estoy divorciado —Carlos aclaró al instante, dirigiéndole una expresión calmada—. ¿Recuerdas que me diste el empujón? Llegué pidiendo el divorcio. Eso ya no funcionaba. 

Jairo se mantuvo en silencio por un par de minutos. Un escalofrío delicioso se precipitó sobre su espalda al recordar esa noche y los estallidos que vivió mientras estaba con Carlos en la cama. La situación ahora era muy distinta, él lo reconocía, sin embargo, a pesar de lo adversa de su actualidad, esas casualidades no podían ser desperdiciadas. Algo debían tener para aparecer como oportunidades no esperadas.

—No te acerques —pidió Carlos con un tono de voz afectado, adivinando su intención de sentarse cerca—. Aunque me desinfecté antes de salir, no quiero ponerte en riesgo.

—Bueno, bueno, entonces… 

Jairo empezó a tocarse en varios bolsillos, hasta sacar algunos recibos arrugados de pago y un lapicero. Escribió su número de teléfono allí, luego divisó una piedra en la jardinera cercana.

—Entonces no puedo tocarlo porque se siente en Chernóbil, ¿no? —dijo en broma, pero Carlos no rio.

Apenas se percató que extrañaba esa risa. Tomó la piedra y volvió para dejar el papel arrugado sobre la acera y bajo esa roca para que el viento no se lo llevara.

—Es mi número. Puede llamarme cuando quiera. A pedir algo, lo que sea. ¿Quiere chocolate caliente? Le traigo un termo, mamá lo hace delicioso. ¿Quiere solo hablar? Pues hablamos, así, como aquella vez. 

«Hicimos más que hablar», Jairo lo leyó en los ojos oscuros de Carlos y lo escuchó también en su cabeza, con algunas memorias tambaleándose entre ellos. Ninguno dijo nada, como un secreto a voces para ambos.

Cuando Jairo se apartó para hacer distancia, contempló a Carlos acercarse y tomar el papel antes de que la piedra no fuera suficiente para evitar que fuera atrapado por el viento frío de ciudad. Estaba un poco húmedo por el piso, pero se leían bien los números.

—Me llama —dijo Jairo, haciéndole a Carlos la señal con sus manos de una llamada—. Y… lo está haciendo bien, doctor. Gracias por cuidarnos.

—Si te llego a ver aquí enfermo, te sacaré de una sola patada.

Jairo soltó una carcajada ante la graciosa amenaza. En los ojos de Carlos, pequeños y cansados, se adivinó un vestigio de sonrisa.

—No sea malo, doctor. Póngame la inyección esta vez para que me cure.

En toda respuesta, Carlos tomó la piedra y la arrojó a pies de Jairo, como si espantara un gato. El chico volvió a reír.  

—Me llama —repitió con la señal de nuevo, para enfatizar su petición.

Tuvo la sensación de haber hecho lo correcto. Cuando volvió a su moto y la encendió, divisó de reojo a la figura de Carlos aún en la acera y notó que el papel ya no se encontraba en sus manos. Decidió confiar en que recibiría esa llamada tal como la había pedido. Apenas dio un ademán de despedida y emprendió camino. 

Al finalizar la noche, Jairo llegó a su casa en el sur de la ciudad. Estacionó su moto en un galpón alquilado y fue recibido por una nube de alcohol por cortesía de su hermana Ana María que casi lo ahoga. Como estaba ya acostumbrado, se dio un baño, desechó su ropa en la lavadora, que ya estaba llena de agua enjabonada, y limpió los implementos que tenía que usar al día siguiente con alcohol. Dio un beso volado a su abuela a través de la ventana que separaba la habitación de la anciana del resto de la casa y comió apurado. Mientras lo hacía, miró el teléfono varias veces esperando una señal de Carlos. Probablemente no tendría mensajes de él durante esa noche y, con esa idea, se preparó para dormir.

Ya en las cobijas, encendió un juego en línea desde su móvil para jugar una partida antes de permitirse descansar. Allí fue cuando apareció la notificación que esperaba. De inmediato, activó la videollamada.

—¡Hola, doctor! —saludó en cuanto Carlos apareció en la pantalla. Su pequeña nariz y la barba desordenada que no había visto por el tapabocas ahora estaban allí.

Tuvo deseos de besarlo. Una vez más.

—No te veo —reclamó graciosamente y Jairo rio en respuesta. Con la luz apagada seguro veía solo penumbras.

—Estaba ya acostado. Se tardó.

—Apenas pude salir de mi guardia de treinta y cinco horas. Necesitaba un baño urgente.

—¿Entonces no me dejó acercarme para que no sintiera tu mal olor?

Carlos emitió un gruñido extraño, no la carcajada que Jairo esperaba. 

—No sea aburrido. 

—No estoy siendo aburrido, solo estoy cansado.

—¿Y qué hará?

—Pensaba hablar contigo, pero solo veo una sombra. 

—Si enciendo la luz ahora, doña Gertrudis se enojará.

—¿Quién es doña Gertrudis?

—Mi abuela. 

—Háblame de tu abuela entonces.

Jairo sonrió con un brillo en sus ojos. Le encantaba hablar de ella. 

La vigésimo sexta llamada que Carlos tuvo con Jairo fue tras dos meses de haberse visto en el Hospital San Ignacio por primera vez. Desde allí, solo había visto la figura del motociclista tres veces a lo lejos, envuelto entre toda la ropa que utilizaba para protegerse del frío y del virus, mientras él asomaba una mano cansada a través de los vidrios de la sala de emergencias. Todo el resto del contacto se mantenía a través de llamadas y mensajes de textos que ambos demoraban en responder debido a sus propias obligaciones. Pero ahora tenía un motivo para acabar cada jornada titánica en el hospital: una llamada.

Por cómo iban moviéndose las cifras, las cosas irían a un punto sin retorno en cuanto levantaran la cuarentena. Prefería no pensarlo ni ver las redes sociales atestadas de mensajes ni defender su posición en los comentarios. Muchos de sus colegas hicieron llamados angustiosos para que las personas se cuidaran más a través de sus perfiles, los cuales fueron compartidos con diversas reacciones. Él, personalmente, ya tenía suficiente de todo. 

—¡Que mierda! —Fue la expresión de Jairo al escuchar lo ocurrido un par de horas atrás. No había habitaciones y dos respiradores empezaron a fallar—. No sé qué decir.

—No hay mucho que decir, Jairo.

—Es que… las noticias dicen otra cosa.

—Necesitan maquillar los números, todos —resopló tras rascar las dos profundas líneas que se marcaban en su frente al arrugar el entrecejo. Carlos tenía la sensación de haber envejecido una década en solo meses de lucha contra el Covid—. No les conviene mostrar la mierda que se está armando.

—Te estás cuidando, ¿cierto? 

—Por supuesto. No me voy a morir de esa vaina.

Jairo se quedó en silencio frente a la cámara. Su pelo castaño estaba despeinado como una tusa, su gran nariz se veía un poco más afilada y tenía una sombra de barba. Tenía la perfecta estampa de no haber visitado peluquería alguna en meses.

Carlos pensó en lo mucho que le gustaría pasar de nuevo los dedos sobre su cabeza y atajar un montoncito de rulos mientras era presionado contra la cama. También fantaseó con la idea de acariciar de nuevo esas piernas velludas. Seguía atajando aquellas imágenes, dejando que la espera le diera la fortaleza para salir ileso de aquel infierno que vivían en los hospitales. Apenas terminara todo, iba a invitar a Jairo a cualquier lugar para que la distancia ahora obligada se esfumara y quedara hecha añicos entre las sábanas.

—Hablemos mejor de otra cosa. ¿Cómo sigue tu mamá?

—Alterada con las clases online, pero ya creo que se ha acostumbrado. Cuando llegué, estaba preparando unas manualidades para sus alumnos mañana. Mi hermana dice que, si sigue viendo más clases online, se va a tirar de la ventana.

—Lo imagino.

—Papá no deja de vender en San Victorino. Lo siento…

—Tampoco se pueden morir de hambre, lo entiendo.

—Pues ojalá fuera más fácil todo esto.

Carlos soltó el aire y encogió sus hombros. Solo una franelilla le cubría y ya se notaba que había bajado de peso. Del gimnasio ya no quedaba nada. 

—¿Sabes? ¡Se me ha ocurrido una gran idea! 

—¿Qué? —Carlos preguntó al ver a Jairo moverse de su sitio. Curioso, mantuvo su atención.

—Pues…

Al ritmo de reggaetón​, Jairo empezó a moverse frente a la cámara. Carlos admiró boquiabierto el gracioso espectáculo porque el chico no era precisamente el mejor bailarín. Parecía no esforzarse, de hecho, hacía unas muecas que estaban lejos de ser sensuales, pero provocó en Carlos una carcajada después de tanto tiempo sin tener una. Se imaginó en primera fila en un lugar lejano a su apartamento frío, en un sitio donde Jairo estaba en un escenario y él era el único allí para observarle.

Con gracia, el chico se quitó el pijama de encima. De nuevo el tatuaje de la serpiente y la calavera estuvo frente a sus ojos y aquello colaboró para que las fantasías volvieran a incendiarle las entrañas. A pesar de que había empezado como un juego para relajarlo, percibió el calor. Cada mueca de Jairo lo encendía y su mano comenzó a moverse hacia su entrepierna para colaborar que ese fuego hallara un lugar para concentrarse. Jairo lo notó porque dejó de hacerlo como un juego y comenzó a buscar encenderle con cada movimiento de su pelvis. A pesar de haber bajado de peso, Jairo era sensual. El calor se sintió como en aquella primera noche.

—¡Jairo! —Hasta que el grito de una mujer detuvo todo. Jairo se sobresaltó frente a la cámara—. ¡Jairo!

—¿Qué pasó? —exclamó el chico medio acomodándose mientras su mamá golpeaba la puerta.

—¿Cómo que qué pasó? ¿Crees que estás en un bar o qué? ¡Baja esa música!

Carlos primero se quedó pasmado viendo la cámara donde Jairo desapareció. La discusión entre madre e hijo se escuchó a lo lejos y colaboró para que terminara de esfumarse todo rastro de excitación; sin embargo, dibujó una sonrisa divertida. 

Ah, le gustaba Jairo.

Qué ganas de que la cuarentena llegara a su fin.

A la quinta llamada que Carlos cancelaba, Jairo se preocupó. Angustiado, miró la cantidad de días que tenía sin recibir una respuesta y todos los intentos por comunicarse que terminaron con la llamada desviada o el teléfono apagado. Si hubiera sido otra la situación, pensaría que simplemente Carlos se aburrió de jugar con un chico menor que él, pero Jairo sabía que no era ese el caso. Carlos tenía síntomas, y con aquel virus rondando y los casos aumentando, el terror cobró espacio en su estómago.

Para ese momento era común encontrar videos y noticias de la crisis hospitalaria que existía en el mundo a causa de la Covid. Tanto en Colombia como en el exterior, se escuchaban agotadoras noticias del esfuerzo, las pocas condiciones y el trato que recibían los médicos fuera del hospital. Carlos le comentó que desde el inicio de la pandemia había recibido mensajes amables de vecinos indicándole que debía mudarse o quedarse en algún hotel mientras la pandemia pasaba, notas que él ignoraba con la frialdad de un cirujano. Por eso sabía que no tendría quien le ayudase en su apartamento si algo malo pasaba.

El doctor le aseguró que no ocurría nada con la fiebre y el malestar general, pero tantas noticias lo pusieron en sobreaviso. Jairo volvió a intentar una llamada, después de decenas de mensajes leídos y sin respuestas, literalmente dejado en visto.

—Contesta, marica —murmuró para sí mientras iniciaba una nueva llamada. La sensación de peligro se volvía más potente conforme el tiempo sin saber de Carlos aumentaba.

Timbró varias veces, Jairo se negó a colgar. Cuando había perdido la cuenta y esperaba que la misma línea la desviara, por fin escuchó una señal.

—¡Carlos! —exclamó y en respuesta escuchó un ataque de tos bastante preocupante—. Joder, ¡te dio esa vaina!

—¡Qué necio eres…!

—¿Estás en dónde?

—En casa, recuperán… —Otro ataque de tos no le permitió continuar.

—Dame tu ubicación para ir a allá.

—Estás loco. Ni se te ocurra.

—¡Necesitas a alguien que te cuide!

—Dije que no.

—¡Carlos! ¡No sea marica!

—No voy a contagiarte ni vas a contagiar a tu abuela por venir a inventar aquí, Jairo. —Tras esa advertencia, Carlos tosió una vez más. Se oía ahogado, como si le costara mantener el aire en los pulmones—. Dile a tu abuela que ore. 

Jairo inhaló despacio. Al escucharlo hablar y toser de esa manera, el frío de la muerte le abrazó la espalda y detestó percibirla de una forma tan cercana. Ya había escuchado de casos cercanos, un tío lejano murió en Cartagena por esa peste y dos tíos más estaban hospitalizados. En su casa, afortunadamente, no ocurrió nada aún. 

—¿Te sientes muy mal? —preguntó, intentando mantenerlo un rato más conectado.

—Terrible… pero estoy al pendiente de mis síntomas, no te preocupes.

—Tienes que recuperarte —la voz de Jairo salió temblorosa—. No puedes dejar a Esteban solo. ¿Cuánto tiempo tienes sin verlo?

—Desde febrero…

—¿Ves? Debe estar ansioso por verte de nuevo. Tu hijo te necesita.

—No tienes que decirlo. Lo sé.

—Y yo… me debes una salida después de esto.

—¿Quieres repetir? —Aun falto de aire, Jairo adivinó en el tono de voz de Carlos un dejo de picardía. Ese simple hecho le dio esperanzas.

—Pues, ¿no es eso lo que íbamos a hacer?

El intento de risa de Carlos murió con otra tos. En el pecho de Jairo seguía coexistiendo el miedo con las ansias de poder acercarse y darle un real alivio, más allá de promesas sobre futuros en un mundo de pandemias. Sin embargo, falto de ideas, Jairo solo pudo pedirle una cosa: «no dejes de escribirme». Si no podía verlo, al menos que no dejara de comunicarse con él. A través de palabras podría confesarle el montón de escenarios que se había imaginado mientras esa relación a distancia profundizaba sus sentimientos hacia él.

Tres semanas, más de cuatro mil mensajes, veintiséis llamadas de Jairo, dos pruebas negativas. Carlos volvió a sus labores cuando por fin se comprobó que la presencia del virus menguó, pues era necesaria la fuerza médica para seguir atacando la ola de rebrotes que surgieron tras la apertura de la cuarentena extendida. Aprovechando que era la hora de almuerzo, Carlos anduvo por la parte trasera del hospital, entre los recovecos de la universidad Javeriana. 

Allí reconoció a Jairo con dos almuerzos en mano, guardados en envases desechables. Vestía como todo domiciliario, cubierto de pies a cabeza. Carlos se acercó con una sonrisa que era tapada con el tapabocas, pero sus ojos negros y pequeños brillaron al reconocerlo. Tomó el almuerzo que le brindó Jairo y se sentó en la jardinera, a una distancia sana para ambos, mirándose como si compartieran más que comida casera dentro de una universidad. 

Esas tres semanas consolidaron el hecho de que existía más que atracción entre ambos y que les gustaría llevar las cosas a un punto más profundo. Sirvió para expresar intenciones y conocer sus apuestas. Carlos tenía ganas de destruir la distancia y se contuvo con todas sus fuerzas a sabiendas de lo irresponsable que sería de su parte poner en riesgo a Jairo y a su familia. Desairado con otro día más sin acercar sus manos a él, incluso un poco paranoico con la idea, inclinó su rostro hacia el envase desechable y atacó las tajadas de plátano maduro que estaban en su almuerzo.

—¿Qué pasa? —preguntó Jairo. Carlos notó que el chico ya había comido golosamente la mitad de su comida cuando él apenas le dio el primer bocado—. ¿No te gustó la comida de mamá de hoy? Mamá es paisa, le gusta mucho la bandeja paisa, debí pre…

—No, no es eso.

—¿Estás cansado otra vez?

—Me la paso cansado. —Carlos se llevó a la boca la cuchara ante la atenta mirada de Jairo. Casi rio al verlo tan interesado en las expresiones que podría hacer, como si no llevara ya varios días comiendo el almuerzo de su mamá—. Dile a doña Sara que su comida es deliciosa.

—Se contentará de nuevo. 

Un llanto desgarrador que provino de la distancia atrajo la atención de ambos cuando aún tenían las cucharas en sus bocas. Divisaron desde su sitio a tres chicos sosteniendo a una joven que lloraba tan fuerte que su voz atravesó varios metros. Se encontraban fuera de la sala de emergencias del hospital. Carlos estaba acostumbrado a escucharlos, se había convertido en un día a día agotador que enfrentaba desde que todo empezó en abril. Al girar sus ojos de vuelta, encontró los de Jairo aún observando a la distancia, luciendo afectado.

—Termina de comer —dijo Carlos y regresó su mirada al plato. Se llevó una cucharada de comida y no apreció su sabor. Apuro el trago, el siguiente y el siguiente.

—¿Cómo puedes comer escuchando eso?

—Porque sé que hicimos todo lo posible para evitarlo. —Masticó indolente y se negó a ver hacia atrás—. No se pudo hacer más.

Carlos acabó con el almuerzo dejando casi nada en la bandeja. El llanto ya no se escuchaba, pero podía imaginarse a esas personas derrumbadas en alguna parte del hospital. Pudo haber sido por Covid o por cualquier cosa. Pudo ser algo irremediable o evitable. Sin embargo, el llanto era el mismo y a veces parecía juntarse en un solo remanente de otros llantos, de otros gritos y de despedidas que no se concretarían hasta recibir solo una cajita con cenizas.  

—¿Qué pasó esa vez? —Jairo interrogó. Al Carlos levantar su rostro y encontró esos grandes ojos castaños puestos sobre él, con una especie de misericordia que él hubiera querido apreciar a través de un abrazo. 

—¿Cuál vez?

—Esa vez que nos encontramos aquí, cuando te di mi número.

Carlos no respondió pronto. Guardó todos los envases en la bolsa que iba a desechar y, mientras lo hacía, recordaba fielmente lo que ocurrió esa tarde: el estrés que se vivía en los pasillos, con todas las habitaciones llenas y los casos que estaban por venir. La cantidad de actas de difusión que había tenido que firmar temprano, las decenas de casos que atendió; más personas llegaban y más personas se iban. Dentro, era un infierno de calamidades en la tierra. 

—Estábamos llegando al tope de ocupación en las UCIs. Esa tarde, llegaron más casos de la Cruz Roja y estábamos intentando habilitar espacios para tener a más pacientes atendidos dentro del hospital. Teníamos dos UCIs disponibles y cinco pacientes que lo necesitaban con urgencia. Una enfermera me preguntó a cuáles le daríamos la ventilación mecánica. Me tocó escoger.

—¿A quién escogiste? —Jairo preguntó. 

—A quienes veía con más posibilidad de sobrevivir. Un hombre de 57 años, una mujer de 43. —Carlos miró a Jairo por primera vez en medio de ese relato—. Eso pasó.

Jairo se mantuvo en silencio por un momento.

—¿Te he dicho qué pasa cuando alguno de nosotros se asoma sin tapaboca al cuarto de mi abuela? Tiene un palo de escoba bajo la cama, lo saca y empieza a agitarlo para evitar que nos acerquemos. Tenemos que dejarle su comida en la puerta, bien envuelta en una bolsa. Ella la busca, come y la deja de vuelta en el mismo lugar.

—Tu abuelita es el ideal de abuelitos en esta situación —bromeó Carlos ante esa imagen. Jairo también.

—Le he hablado de ti. Ella dice que debes ser un hombre muy valiente, y de verdad lo creo así. Me gustas mucho —dijo. Carlos tragó con fuerza, como si se hubieran acumulado en su garganta todas las ganas de llorar, de besarlo y abrazarlo en un solo momento—. Me gustas mucho. Y estoy contando los días para que acabe esto, que llegue la vacuna, no importa si es de Rusia. ¡De dónde sea! Para que puedas descansar, para que podamos salir una vez más.

—La única razón por la que no te he besado en este momento es porque no quiero verte aquí sufriendo una pérdida por mi culpa. 

—Sé que lo haces para cuidarme.

—Pero me la cobraré —aseguró Carlos, empujando todo el deseo que tenía de hacerlo a través de sus ojos—. Cuando todo esto acabe, te juro que me cobraré todas las veces que he querido besarte.

Se perdió la cuenta de cuántas llamadas, mensajes y amenazas de cobrar cada beso se dieron. Se extravió el conteo de los días, las semanas y los meses. Cuando la noticia de la vacuna llegó, el mundo entero fue tomado por sorpresa en una nueva normalidad que había cambiado por entero la forma de estudiar, trabajar y relacionarse. Términos como «sana distancia» y «tapabocas» se quedarían prendados en la costumbre urbana como un método para evitar que una nueva enfermedad similar atacara a los más vulnerables de la familia. Pero Jairo quería olvidar eso por el momento.

En la cancha de su barrio se levantó un centro de vacunación extensivo. Los primeros en hacer fila para recibir la vacuna fueron los ancianos de cada casa. Jairo acompañó a su abuela junto a su madre, agarrándola cada uno de los brazos para ayudarle a caminar. Por un momento, doña Gertrudis miró la ciudad como si hubieran pasado décadas de encierro. Sonrió con sus dientes falsos al médico que la invitó a tomar asiento para aplicar la vacuna. Luego fue el turno de los padres de Jairo en la siguiente jornada. Y cuando le tocó a él, por fin, madrugó tan temprano como pudo para tomar los primeros puestos, porque tenía una amenaza de Carlos, constante, que él quería cobrar.

El pinchazo no duró nada. Para Jairo fue ridículo pensar todo lo que esperaron por algo que duraba menos de un minuto en aplicarse. Él movió sus dedos cerrando y abriendo puños, sorprendido. La electricidad comenzó a moverse bajo su piel ante las expectativas que tenía de avanzar.

Durante todo ese tiempo, Carlos cumplió su promesa: no se acercó. Sobrevivieron al amor por medios digitales y ambos guardaron las ganas de besos, abrazos y sexo mientras la pandemia transcurría. Si había alguna muestra de amor, Jairo consideró esa distancia la más contundente, pues Carlos sabía lo importante que era su familia para él y los cuidó en todo lo que pudo para evitarles una pérdida. Por eso, Jairo tomó su motocicleta y se puso el casco apenas fue vacunado. Con el ronroneo del motor, atravesó la carretera dirigiéndose con velocidad hacia el norte de la ciudad. 

Por cada semáforo que atravesaba, la adrenalina aumentaba su nivel. Dentro, la sangre bullía con la emoción del encuentro. Jairo sabía que Carlos estaba en casa, tenía varios días allá después de pedir unos de descanso. Se estaba preparando para viajar a Antioquía para ver a su hijo, pero antes de ello quería verlo a él. Lo estaba esperando, Jairo lo sabía, y eso era suficiente para que se le secara la garganta. Carlos aguardaba por él y solo Dios sabía cuánto ansiaba esa boca una vez más.

Llegó al conjunto residencial en Cedritos, se anunció en la recepción y recibió la respuesta afirmativa. Dejó la moto resguardada y avanzó por los pasillos hacia el ascensor. Piso siete, apartamento 708. Al abrirse las puertas del elevador, Jairo tuvo la seguridad de lo que haría apenas lo viera: no le dejaría cobrar los besos no dados, él se los entregaría. Lo atropellaría con ellos.

Tocó la puerta del apartamento. Su corazón sonaba como una marcha marcial en su pecho. Carlos abrió. 

¿Cuántos abrazos se quedaron congelados en el tiempo? ¿Cuántos besos perdidos en la distancia? De la boca de Jairo salió un repentino «Te amo» y Carlos se sintió bañado en calor. ¿Cuántos encuentros deseados se estaban concretando justamente ahora en todo el mundo? Ni cómo saberlo. 

Jairo abrazó a Carlos con toda su fuerza, aun con la puerta del departamento abierta. Lo apretó con ganas mientras sentía la firmeza de su espalda y la disfrutaba por fin entre sus dedos. Luego llovieron besos, tantos. Furiosos, locos, voraces, lentos, sentidos, audaces. Alguien empujó la puerta para cerrarse, no importó quién. Sus bocas quedaban cada vez más rojas de tanto besarse mientras las manos apretaban las telas buscando un espacio para despejar la piel de ellas. Solo unas cuantas veces más, las suficientes para cobrar finalmente todas aquellas deudas que habían quedado entre los dos.        

 
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